Hitos
Guho Cho 1
1 0009-0008-8963-0602. Hankuk University of Foreign Studies, Corea del Sur.
minervo@hufs.ac.kr
* Trabajo financiado por el fondo de investigaciones de la Hankuk University of Foreign Studies de 2023, el Ministerio de Educación de la República de Corea y el National Research Foundation of Korea (NRF-2019S1A6A3A02058027)
Recibido: 13/11/2022
Enviado a pares: 09/12/2022
Aprobado por pares: 10/03/2023
Aceptado: 27/03/2023
Para citar este artículo / to reference this article / para citar este artigo: Cho, G. (2023). La transformación poética de la violencia estatal. En torno a Cien años de soledad y Actos humanos. Palabra Clave, 26(3), e2636. https://doi.org/10.5294/pacla.2023.26.3.6
Resumen
La literatura nos acrecienta la capacidad de comprender y empatizar con la vida de los demás y sus problemas. Cien años de soledad y Actos humanos hacen que se tenga presente tanto la historia pasada como las sensaciones, al encarnar estéticamente las dolorosas experiencias en Colombia y Corea, respectivamente, la masacre de los trabajadores en las plantaciones de banano en 1928 y la de la ciudad de Gwangju en 1980. Aunque estas novelas difieren en lugar, tiempo y causa del hecho trágico, mantienen como comunes denominadores que fueron escritas décadas después de la tragedia y que reflexionan sobre la verdadera manera de transformar poéticamente la desgracia provocada por la violencia estatal. La historia de un evento específico puede ser restaurada de manera apropiada, no solo a través de la historia oficial, sino de la informal, que permanece en la memoria y en la interpretación de los testigos y los escritores, la cual finalmente desencadena el proceso de transformación literaria. En virtud de ello, este artículo amplía el horizonte de reconocimiento de dos hechos trágicos abordando los problemas de la violencia histórica y política y la técnica narrativa en torno al testimonio plasmado en Cien años de soledad y Actos humanos.
Palabras clave (Fuente tesauro de la Unesco): Actos humanos; Cien años de soledad; historia; memoria; violencia estatal.
Abstract
The literature allows us the ability to understand and empathize with the lives of others and their problems. One Hundred Years of Solitude and Human Acts make past history and memories present by aesthetically embodying painful experiences in Colombia and Korea, respectively. In the first, it is about the massacre of the banana plantations in Colombia, which occurred in 1928, and in the second, that of Gwangju City, Korea in 1980. Although these novels differ in the place, time and reason for the tragic fact, have common elements that were written decades after the tragedy and reflected on the true way to transform poetically the tragedy caused by state violence. The history of a specific event can only be adequately and properly restored through not only official but also informal history, the memory and the interpretation of witnesses and writers, and finally the process of literary transformation. Therefore, this article aims to broaden the horizon of recognition of two tragic events by addressing the problems of historical and political violence and the narrative technique around the testimony embodied in One Hundred Years of Solitude and Human Acts.
Key words (Source Unesco Thesaurus): Human Acts; One Hundred Years of Solitude; history; memory; state violence.
Resumo
A literatura aumenta nossa capacidade de entender e ter empatia com a vida dos outros e seus problemas. Cem Anos de Solidão e Atos Humanos mantêm em mente tanto a história do passado quanto os sentimentos ao incorporar esteticamente as experiências dolorosas na Colômbia e na Coréia, respectivamente. A primeira trata do massacre da plantações de banana nas Colômbia −ocorrida em 1928−, enquanto a segunda trata do massacre na cidade de Gwangju, da Coreia do Sul, em 1980. Embora esses romances difiram em lugar, tempo e causa dos fatos trágicos, tem em comum como o período que eles foram escritos décadas após as tragédias e refletidos poeticamente as desgraças causadas pela violência estatal. A história de um determinado acontecimento pode ser devidamente restaurada não apenas pela história oficial, mas também pela história informal, como a memória de testemunhas e a interpretação de escritores, que por sua vez se desencadeia um processo de transformação. Nessa relação, este artigo visa ampliar o horizonte de reconhecimento de dois acontecimentos trágicos, abordando os problemas da violência histórica e política e da técnica narrativa em torno do testemunho consubstanciado em Cem Anos de Solidão e Atos Humanos.
Palavras-chave (Fonte tesauro da Unesco): Atos humanos; Cem anos de solidão; história; memória; violência estatal.
La vida no es la que uno vivió sino la que uno recuerda y como la recuerda para contarla.
Recordar es fácil para quien tiene memoria, olvidar es difícil para quien tiene corazón.
García Márquez (2002)
Hay recuerdos que no cicatrizan nunca.
Pasa el tiempo y la memoria no se difumina,
sino que queda únicamente ese recuerdo y todos los demás se van borrando.
Han (2018)
El encuentro entre la historia y la literatura
Es razonable que un escritor exprese un interés activo en cuestiones sociales absurdas y participe de la realidad a través de sus obras. La literatura no solo nos permite compartir el dolor de los demás, sino que también nos hace reflexionar sobre el hecho de que nuestro privilegio puede estar vinculado al sufrimiento de otras personas. Por ello, la participación literaria en la realidad y en la política es natural y, en algún sentido, obligatoria. Como indica el término homo politicus, acuñado para definir las características de los seres humanos que viven una vida social a través de la política, no hay escritor que no tenga ideas o puntos de vista políticos específicos ni hay escritores que no los proyecten en su literatura. Entonces, cuál sería el sentido político de la literatura. Las obras literarias se producen a partir de los fenómenos históricos y políticos de una sociedad determinada y, al adoptar una postura renovadora frente a tales fenómenos sociales, contribuyen al progreso y desarrollo de la sociedad. Porque, si la política mantiene el sistema, la literatura, en cierto sentido, trata de salir de ese sistema.
Y aunque el Estado –entendido como el órgano político más grande y poderoso– tiene el deber de maximizar el bienestar de la sociedad, protegiendo la vida, la propiedad y la libertad de sus pueblos, a la par de garantizar la justicia social, en ocasiones utiliza la violencia de manera irrazonable y promueve diversos tipos de violencia privada, en aras de defender exclusivamente la propiedad y los derechos de los poderosos. En la esencia de la violencia estatal está oculto un proyecto sociocultural que busca crear categorías sociales que deben ser castigadas, mantener y fortalecer los límites entre las categorías sociales, hacerle a su pueblo cumplir y ajustarse a las normas específicas de comportamiento y legitimar o incapacitar a un grupo específico. El ejercicio de la violencia estatal y el dolor físico y las heridas que de ella se derivan limitan la posibilidad de objeción o resistencia tanto de la población en general como de las víctimas, y la posibilidad de participación política o social, e incluso pueden limitar la extensión del espectro político, al tildar de enemigas todas las demás opiniones críticas y alternativas en la sociedad civil. Es la razón por la cual la violencia estatal no solo es peligrosa, sino antisocial y antihumana.
Cuando la violencia estatal se reproduce como narrativa, suele tener los siguientes propósitos. Primero, la narración como acusación que confirma la composición del bien y del mal; segundo, como testimonio o registro, para rechazar el olvido; y tercero, como curación del trauma a través de la compulsión de repetición (Rothberg, 2000, p. 7).
En América Latina y Corea, los diversos y arduos esfuerzos por limpiar los restos del pasado irracional y construir una sociedad autónoma en la que la lógica y la racionalidad estén unidas, repetidamente encuentran resistencia, mientras la gente padece sufrimientos y penurias. Por lo tanto, las acusaciones y críticas a los problemas históricos, socioeconómicos y políticos son uno de los temas principales de las novelas latinoamericanas y coreanas. Algunas novelas participativas sirven como fieles representantes de la ideología y el espíritu de la época. En virtud de ello, el novelista capta el espíritu de la época y siente que debe participar en ella, además de que reconoce plenamente su responsabilidad ineludible como artista.
Se han hecho esfuerzos en la literatura por rescatar las tragedias que han sido arrastradas por las olas de la historia y desaparecer al otro lado del olvido, y grabarlas como hitos y constelaciones de los tiempos. Como fruto de estos esfuerzos, se han escrito numerosas novelas, entre las que me han llamado la atención: Cien años de soledad (1967) del escritor colombiano Gabriel García Márquez (1927-2014), Premio Nobel de Literatura en 1982, y Actos humanos (2014)1 de Han Kang (1970-), una novelista coreana que atrajo la atención mundial tras ganar el Premio Internacional Man Booker en 2016 por La vegetariana (2007).
Cien años de soledad y Actos humanos hacen presente la historia pasada y los recuerdos, al encarnar estéticamente las experiencias dolorosas de la historia en Colombia y en Corea, respectivamente. Dichas novelas dan testimonio de la experiencia humana de la violencia extrema, en estado de indefensión y aislamiento, de lo que es pisoteado por la fuerza, de lo vulnerado, de aquello que no debería ser dañado de ningún modo, y pueden llamarse luchas literarias, así como duelo por la violencia que el Estado ha cometido contra su pueblo. Así que amplían la comprensión de la muerte a través de diferentes abordajes de los casos de violencia perpetrados por el Estado contra su pueblo. En la primera, se trata de la masacre de las bananeras, ocurrida en Ciénaga, provincia de Magdalena, Colombia, en 1928, y en la segunda, la masacre en la ciudad de Gwangju2, Corea, en 1980. Aunque estas obras difieren en lugar, tiempo y motivo del trágico hecho, tienen como elementos comunes que fueron escritas décadas después de la tragedia y que reflexionan sobre la verdadera manera de transformar poéticamente la tragedia provocada por la violencia estatal. El distanciamiento favorecido por el espejo ficcional permite mirar los hechos y reflexionar sobre ellos, sin que la angustia nos haga “perder el sentido” (García et al., 2006). En Cien años de soledad y Actos humanos se destaca el problema de la memoria del trágico suceso y el testimonio de quienes sobrevivieron a la tragedia. Sobre todo en Actos humanos se describe más detallada y minuciosamente el sufrimiento de los que quedaron atrás.
La historia de un suceso específico puede restaurarse adecuada y debidamente a través de la historia informal, la memoria, la interpretación de los testigos y los escritores y, finalmente, en el proceso de formación literaria, y no solo en la historia oficial. En otras palabras, se pueden llenar las lagunas de la historiografía con el recurso a la ficción. Por lo tanto, este artículo pretende ampliar el horizonte de reconocimiento de dos sucesos trágicos, al abordar los problemas de la violencia histórica y política y los que presenta la técnica narrativa que trabaja con testimonios, plasmados en Cien años de soledad y Actos humanos.
La reproducción de memorias de la violencia estatal
El significado de una literatura o de un escritor está en el deseo o el trabajo de recordar y contar y registrar las vidas y los momentos de los seres humanos comunes y corrientes arrojados a tiempos y espacios infelices. Por lo tanto, se puede decir que una novela nace en el triángulo vida, memoria e historia. La historia y el acto de contar están indisolublemente ligados a la memoria de la vida. Esto se debe a que, cuando un novelista habla sobre la vida que ha experimentado directa o indirectamente, la pregunta por cómo recordar forma la esencia de cómo hablar.
La masacre de las bananeras en Cien años de soledad
Según García Márquez, “no hay en mis novelas una línea que no esté basada en la realidad” (1983, p. 37). Esto significa que el tiempo, el trasfondo espacial, los personajes y los episodios de Cien años de soledad se basan en los hechos que él mismo experimentó directa e indirectamente, e incluso los más irreales reflejan una realidad vívida y transformada por medios poéticos. Para García Márquez la novela ideal será aquella que “no solo inquiete por su contenido político y social, sino por su poder de penetración en la realidad y mejor aún si es capaz de voltear la realidad al revés para mostrar cómo es del otro lado” (Fernández-Braso, 1972, p. 95).
Tanto el imperialismo económico de la United Fruit Company, que se estableció para producir frutas tropicales en América Latina y venderlas en Estados Unidos y Europa, como la masacre mediante la cual reprimió brutalmente las huelgas de trabajadores de las plantaciones de banano, son elementos importantes para conectar la historia de Colombia y la historia-relato de Macondo. El tema de las huelgas y la masacre está concentrado principalmente en el capítulo 15 de Cien años de soledad.
La United Fruit Company, desde que en 1901 hizo presencia en la región del Magdalena y había monopolizado tierras de la zona bananera, así como vías férreas y fluviales, controlaba a los trabajadores y ejercía virtualmente el poder estatal. Los residentes locales no podían encontrar trabajo sin establecer una relación con la compañía bananera, por lo que esta utilizó su poder para explotar a los trabajadores. Según Ramírez (2007, pp. 544-545), la United Fruit Company era una diosa con mucho poder que, al crear enclaves regidos por sus propias leyes, con su policía, sus comisarios, su propia moneda, sus ferrocarriles y sus puertos, trastocaba y pervertía el mundo rural.
En Cien años de soledad, esta problemática está plasmada de modo tal que se trasluce la ira del autor por el engaño, la opresión del pueblo y la extorsión de la United Fruit Company, mientras que en la descripción de las acciones de la enfermera y los niños también se percibe el característico humor amargo y la sátira del autor.
La inconformidad de los trabajadores se fundaba esta vez en la insalubridad de las viviendas, el engaño de los servicios médicos y la iniquidad de las condiciones de trabajo. Afirmaban además, que no se les pagaba con dinero efectivo, sino con vales que solo servían para comprar jamón de Virginia en los comisariatos de la compañía. […] Los médicos de la compañía no examinaban a los enfermos, sino que los hacían pararse en fila india frente a los dispensarios, y una enfermera les ponía en la lengua una píldora del color del piedralipe, así tuvieran paludismo, blenorragia o estreñimiento. Era una terapéutica tan generalizada, que los niños se ponían en la fila varias veces, y en vez de tragarse las píldoras se las llevaban a sus casas para señalar con ellas los números cantados en el juego de lotería. Los obreros de la compañía estaban hacinados en tambos miserables. Los ingenieros, en vez de construir letrinas, llevaban a los campamentos, por Navidad, un excusado portátil para cada cincuenta personas, y hacían demostraciones públicas de cómo utilizarlos para que duraran más. (García Márquez, 1967, pp. 254-255)
A consecuencia de tales prácticas, el 6 de octubre de 1928 la Unión Sindical del Magdalena demandó nueve reivindicaciones3 argumentando que la empresa bananera debía cumplir con las leyes internas de Colombia. Sin embargo, cuando la compañía y el gobierno ignoraron las demandas de los trabajadores, estos se declararon en huelga y comenzaron las protestas con los pueblerinos. Posteriormente, el 5 de diciembre de 1928, el gobierno nombró al general Carlos Cortés Vargas como jefe regional civil y militar de la provincia. Finalmente, el 6 de diciembre de 1928, a la 1:25 p.m. se leyó un decreto a los manifestantes, cinco minutos después, a la 1:30, comenzó la masacre y estallaron los sonidos de las ametralladoras, escupiendo destellos como saliva ardiente hasta las 2:00. Esta masacre se convirtió en uno de los sucesos históricos más influyentes en la vida y la literatura de García Márquez y las personas que murieron en este suceso permanecían en la mente del autor, lo que muchos años después, en el “cuarto de Melquíades”, en México, se remodeló de la siguiente manera:
Los sobrevivientes, en vez de tirarse al suelo, trataron de volver a la plazoleta, y el pánico dio entonces un coletazo de dragón, y los mandó en una oleada compacta contra la otra oleada compacta que se movía en sentido contrario, despedida por el otro coletazo de dragón de la calle opuesta, donde también las ametralladoras disparaban sin tregua. Estaban acorralados, girando en un torbellino gigantesco que poco a poco se reducía a su epicentro porque sus bordes iban siendo sistemáticamente recortados en redondo, como pelando una cebolla, por las tijeras insaciables y metódicas de la metralla. (García Márquez, 1967, pp. 259-260)
La reproducción de la escena del genocidio, que muestra vívidamente la violencia, es realista y objetiva, lo que puede interpretarse como un intento de dar objetividad al hecho histórico registrado como la más brutal opresión de los trabajadores en la historia de Colombia. En la descripción literaria, figurativa y metafóricamente se habla del “coletazo de dragón”, que es un animal imaginario, del “tijerazo insaciable y metódico”, de “la apariencia de ser cortado en círculos como el pelado de una cebolla”, de “un torbellino gigantesco que se reducía a su epicentro”, etc. En un contraste dramático entre la masacre enloquecedora del gobierno y los esfuerzos desesperados de los civiles por sobrevivir a la masacre, se destacan las atrocidades y la naturaleza trágica de la matanza. En unas palabras, es una escena vívida y dramática llena de suspenso sociopolítico y horror sangriento.
Los cadáveres de las personas masacradas se cargaron y transportaron al mar en el tren más largo que José Arcadio Segundo hubiera visto, “con casi doscientos vagones de carga, y una locomotora en cada extremo y una tercera en el centro. No llevaba ninguna luz, ni siquiera las rojas y verdes lámparas de posición, y se deslizaba a una velocidad nocturna y sigilosa” (García Márquez, 1967, pp. 260-261). Aquí nos enteramos de que la cantidad de los cadáveres era insondable y que su transporte se llevó a cabo en secreto. Según observó José Arcadio Sedundo,
No había un espacio libre en el vagón, salvo el corredor central. Debían de haber pasado varias horas después de la masacre, porque los cadáveres tenían la misma temperatura del yeso en otoño, y su misma consistencia de espuma petrificada, y quienes los habían puesto en el vagón tuvieron tiempo de arrumarlos en el orden y el sentido en que se transportaban los racimos de banano. (p. 260)
La expresión “arrumarlos en el orden y el sentido en que se transportaban los racimos de banano” indica que los cadáveres fueron tratados como las bananas, es decir, como mercancías inútiles y desechables que habrían de ser arrojadas al mar, de modo que no solo eran víctimas de la industria bananera, sino del gobierno, que no tuvo respeto ni mostró luto por los cadáveres.
Este acontecimiento trágico generó un trauma en la sociedad colombiana, por la crueldad de la matanza y porque seguramente nunca se llegará a reconstruir el número exacto de los muertos (Gerling, 2009). Se supone que entre las 2:00 y las 6:00 p.m del mismo día de la masacre hubo procedimientos para hacer desaparecer la gran mayoría de los cuerpos, reduciendo el número oficial a nueve, que coincidía con el número de reivindicaciones levantadas por el movimiento, más tres heridos (Colombia Informa, 2015). Existe una gran divergencia entre esta estadística oficial y la percepción de testigos y sobrevivientes, que hablaron siempre de cientos de asesinados. Por su parte, los periódicos nacionales dieron datos muy dispares, que iban de cien a más de mil caídos (Saldívar, 1997, p. 67).
En cuanto la cifra de muertos, García Márquez trata el asunto en Cien años de soledad de la siguiente manera: “la versión oficial, mil veces repetida y machacada en todo el país por cuanto medio de divulgación encontró el gobierno a su alcance, terminó por imponerse: no hubo muertos, los trabajadores satisfechos habían vuelto con sus familias” (p. 263). Incluso los oficiales insistían: “En Macondo no ha pasado nada, ni está pasando ni pasará nunca. Este es un pueblo feliz” (p. 263). Cuando José Arcadio Segundo, quien presenció la masacre, le dijo a una mujer: “Debían ser como tres mil. Los muertos. Debían ser todos los que estaban en la estación” y la mujer lo midió con una mirada de lástima, diciéndole: “Aquí no ha habido muertos. Desde los tiempos de tu tío, el coronel, no ha pasado nada en Macondo” (p. 261). La afirmación de José Arcadio Segundo no fue aceptada como ortodoxia por los miembros de su propia familia. Úrsula “solo entonces comprendió que él estaba en un mundo de tinieblas más impenetrable que el suyo, tan infranqueable y solitario como el del bisabuelo” (p. 285), ni aun José Aureliano Segundo, el hermano menor de José Arcadio Segundo, creyó en las pesadillas de este acerca de una masacre o un tren que cargaba los cadáveres al mar. Sin embargo, luego, como resultado de más de cuatro años de contemplación solitaria, interpretando el pergamino que guardaba los secretos de la familia Buendía y de Macondo, José Arcadio Segundo contaba firme y precisamente a varias personas el número de personas muertas en la masacre. Además, hubo un niño testigo que simpatizaba con las afirmaciones de José Arcadio sobre la masacre y el número de los muertos.
En la plaza donde se ejecutó la matanza, este “lo levantó por encima de su cabeza y se dejó arrastrar, casi en el aire, como flotando en el terror de la muchedumbre, hacia una calle adyacente. La posición privilegiada del niño le permitió ver que en ese momento la masa desbocada empezaba a llegar a la esquina y la fila de ametralladoras abrió fuego” (p. 259). Después de la masacre el niño habló, “con tan buen criterio que a Fernanda le pareció una parodia sacrílega de Jesús entre los doctores, describió con detalles precisos y convincentes cómo el ejército ametralló a más de tres mil trabajadores acorralados en la estación, y cómo cargaron los cadáveres en un tren de doscientos vagones y los arrojaron al mar” (p. 295).
En cuanto a la razón de que García Márquez calculara el número en tres mil, él mismo cuenta de la siguiente manera:
Más tarde hablé con sobrevivientes y testigos en colecciones de prensa y documentos oficiales, y me di cuenta de que la verdad no estaba en ningún lado. Los conformistas decían, en efecto, que no hubo muertos. Los del extremo contrario afirmaban sin un temblor en la voz que fueron más de cien, que los habían visto desangrándose en la plaza y que se los llevaron en un tren de carga para echarlos en el mar como el banano de rechazo. […] Fue tan persistente que en una de mis novelas referí la matanza con la precisión y el horror en que la había incubado durante años en mi imaginación. Fue así como la cifra de muertos la mantuve en tres mil, para conservar las proporciones épicas del drama. (2002, pp. 79-80)
Sería esta la cifra lógicamente apropiada, para la escala y la devastación de la tragedia. De modo que la novela se implementa como un lugar de memoria y mantiene vivo el recuerdo reprimido (Gerling, 2009).
Entonces, ¿cómo llegó a tal cifra García Márquez? Según confesó él a su biógrafo, por un procedimiento caprichoso en que calculó los cachos de banana que cabrían en cada vagón, multiplicó por el número de vagones y los sustituyó por cadáveres (Saldívar, 1997, p. 57). La transformación poética de Cien años de soledad se basa en la imaginación exagerada de los hechos históricos. Al exagerarlos, los llevó al reino de lo irreal y lo mágico. Al respecto, Saldívar opina que “fue un invento del pueblo, y, como siempre, el novelista acertó al trasmutar en verdad de ficción la mentira o la exageración de la realidad, pues sacó a flote ‘la página más bochornosa’ de la historia colombiana con su falsa estadística” (1997, pp. 67-68). Se puede interpretar que la novela es una ficción fiel a la gramática del realismo mágico, que muestra la conciencia crítica de García Márquez sobre la lamentable historia de Colombia y refleja el espíritu de este escritor, inclinado a corregir la historia tergiversada por las autoridades, los medios de comunicación y los rumores, acusando a las autoridades de falsedad y engaño y revelando la verdad. Por supuesto, valdría la pena citar la opinión de Alan Knight, según la cual “el realismo mágico puede servir en la literatura, pero es el beso de la muerte para la historia y las ciencias sociales” (1994, p. 32).
Desde la publicación de la novela en 1967, “la mayoría de los colombianos empezaría a hablar de los tres mil muertos de las bananeras del Magdalena (Saldívar, 1997, p. 68). Antes de publicar Vivir para contarla, autobiografía de García Márquez, ocurrió un evento simbólico. En uno de los aniversarios de la tragedia, el orador de turno en el Senado pidió un minuto de silencio en memoria de los tres mil mártires anónimos sacrificados por la fuerza pública (García Márquez, 2002, p. 80). Este es un evento importante en el que el número de los muertos establecido por García Márquez se determina en última instancia como una figura histórica. Así, la versión ficticia llega a reemplazar la versión oficial y Cien años de soledad viene a fijar una cifra aceptada hoy como verdadera por el sentido común. Es decir, “Macondo es punto de referencia para la interpretación de toda nuestra historia” (Arciniegas, 1997). Posada Carbó (1998, p. 6) afirma que la opinión dominante entre los historiadores se acerca más al cuadro de la zona bananera de García Márquez, aunque no se cite necesariamente a Cien años de soledad y se conserve cierta cautela al referirse al número de víctimas.
En Cien años de soledad se trasluce la firme voluntad de García Márquez de corregir la historia distorsionada, informando adecuada y correctamente acerca de la realidad, para lograr que esa historia nunca vuelva a repetirse. Esto se debe a que la práctica política de la literatura es comprender cómo la estructura de la vida y el orden mundial oprimen a las personas y hablan de ello.
La masacre de Gwangju representada en Actos humanos
Actos humanos es la sexta novela de Han Kang, quien ha explorado la esencia de la existencia humana con delicada sensibilidad y frases bien elaboradas. Dicha obra plasma de manera diferente la masacre de Gwangju, que trascurrió durante 10 días: del 18 al 27 de mayo de 1980, y se recuerda como el drama más trágico en la historia contemporánea de Corea. Está ligada con un movimiento de democratización en la República de Corea, liderado por estudiantes universitarios y ciudadanos de Gwangju y Jeollanam-do, quienes exigían la renuncia de las fuerzas militares, incluido el Comandante Chun Doohwan, la abolición de la ley marcial y el establecimiento de un gobierno democrático lo antes posible, ante el retroceso del proceso de democratización y la destrucción de la Constitución provocada por la expansión nacional de la Ley Marcial de Emergencia el 17 de mayo, que los miembros directivos del ejército llevaron a cabo de acuerdo con el plan de tomar el poder gubernamental. Al respecto, paracaidistas entrenados de antemano fueron enviados a Gwangju para reprimir violentamente la protesta y estos ataques agravaron aún más la situación. Desde entonces, la milicia civil y el ejército continuaron participando en los combates y, como resultado del levantamiento de 10 días, 166 personas murieron, 54 desaparecieron, 376 fallecieron a causa de las secuelas de las heridas y 3.139 resultaron lesionadas. Por supuesto, no podemos decir que estos números sean precisos, ya que todavía se están descubriendo hechos que habían sido ocultados.
Actos humanos cuenta la historia de un adolescente, llamado Dongho –un estudiante de quince años de secundaria que fue asesinado por el ejército mientras permanecía en el Gobierno Provincial el último día del Levantamiento de Gwangju–, y de las personas que lo conocieron. Actos humanos consta de siete capítulos, incluido el epílogo, en donde la misma autora cuenta, a través de los ojos de una niña que es su alter ego, la historia del proceso que llevó a ella a escribir esta novela.
La novela está marcada por la violencia brutal que recorre lo más profundo del ser humano. “El área alrededor de la avenida Geumnam-ro de Gwangju era un completo coto de caza. Era un coto de caza de bestias que corretean y corren en busca de sangre con los ojos vueltos enloquecidos” (Im, 1997, p. 135) y por ello “la violencia contra los manifestantes es un carnaval permitido” (Cheong, 2002, p. 37). En Actos humanos, se retratan cándida y vívidamente a los cadáveres, brutalmente sacrificados, así como la tortura (incluida la tortura sexual) y el dolor de la violencia. Las víctimas se amargan y sufren traumas, y los narradores funcionan como víctimas y testigos de una violencia extrema en la que la dignidad humana llega a su límite.
Fue hacia la una de la tarde cuando los soldados dispararon al ritmo del himno nacional, que se escuchaba por los altavoces instalados delante del Gobierno Provincial […]. El corazón más grande y sublime del mundo se hizo mil pedazos y quedó desperdigado. Los disparos no sonaban solamente en la plaza, pues había francotiradores en todos los edificios altos. (Han, 2018, p. 134)
“La cantidad de proyectiles que habían recibido los soldados ese día ascendía a ochocientos mil. Por aquel entonces, la población de la ciudad era de cuatrocientos mil almas” (pp. 137-138). La música del himno nacional sonaba por los altavoces, como señal para comenzar a disparar y como mecanismo para justificar la violencia que el ejército ejerció contra su pueblo. En otras palabras, matar a los manifestantes que infringen la ley es el camino hacia el patriotismo. Sin embargo, con este acto violento, “el corazón más grande y sublime del mundo se hizo mil pedazos y quedó desperdigado”. Resultado de la masacre, en la que murió una gran cantidad de personas, el cadáver de una chica de unos veinte años se presenta de la siguiente manera:
La frente, el ojo y el pómulo izquierdos, el mentón, el lado izquierdo de su pecho desnudo y la cintura presentan heridas cortantes hechas con una bayoneta. El lado derecho del cráneo está hundido como si hubiera recibido un bastonazo, y el cerebro está a la vista. Estas lesiones visibles fueron las que comenzaron a corromperse primero y le siguieron después los cardenales del torso. Los dedos de los pies, cuyas uñas lleva pintadas con esmalte transparente, estaban intactos porque no habían sido lastimados. Pero con el tiempo se han vuelto gruesos y oscuros como el jengibre. Lleva una falda plisada y con lunares que al principio le llegaba hasta los tobillos, pero ya no alcanza a tapar las rodillas hinchadas. (Han, 2018, pp. 12-13)
Esta descripción detallada y artística refuerza, paradójicamente, el carácter trágico de la muerte y la brutalidad de la violencia. En la novela también se presenta un joven a quien “le habían rajado la garganta con un bayoneta”, por lo que su nuez de Adán queda expuesta (p. 16). En otro pasaje se traza la siguiente escena: “cuando te levantas la tela blanca de algodón manchada de sangre y pus seco, te esperan las caras desgarradas, los hombros cercenados, los pechos que se pudren debajo de las blusas” (p. 52). Dichas enunciaciones nos muestran el límite de los abusos, las crueldades y las perversiones del ser humano, que se cometieron durante aquellos días de mayo.
Según rememora Jeongdae, ya muerto, los cadáveres estaban apilados en cruz, uno encima del otro: “sobre mi barriga tenía a un señor desconocido, colocado transversalmente en un ángulo de noventa grados, y encima de la barriga del señor, había un joven bastante mayor que yo, también desconocido. Sobre mi cara caían los cabellos de este joven y las caras internas de sus pantorrillas se apoyaban sobre mis pies desnudos” (p. 55); “los primeros cuerpos que se apilaron fueron también los primeros en corromperse, y los gusanos blancos bullían en ellos sin dejar un solo espacio libre” (p. 70). Los soldados cargaron los cadáveres en camiones y los llevaron a los cementerios, o los enterraron y quemaron, principalmente para eliminar las pruebas. Ellos abrieron “los tapones con calma y comenzaron a rociar las torres de cadáveres para cubrirlos a todos de modo uniforme e igualitario. Después de verter hasta la última gota de combustible, se retiraron y, tras encender un manojo de arbustos secos, lo lanzaron con todas sus fuerzas sobre nuestros cuerpos” (p. 72).
En Gwangju, la aterradora violencia estatal devasta el “alma de cristal” de los jóvenes, que se hace añicos (p. 130). Para los sacrificados en la masacre, la muerte sería “una especie de brocha limpia que borrara de una pasada todo” (p. 144). La novela sugiere que, paradójicamente, la tragedia de la masacre no termina en el momento en que se deja de respirar y que el tiempo posterior a la tragedia se instala dentro del campo magnético de la muerte, así que esta continuidad de la muerte significa la repetición de la violencia y de la resistencia.
La tortura es otra forma de violencia y aquella a la que se somete al cuerpo, carente de cualquier ayuda, es un acto absoluto de exterminio existencial y de quebrantamiento de la confianza humana. El torturado pierde la confianza en el mundo y en los demás desde el momento en que se aplica la violencia a su cuerpo. No puede ver un mundo regido por el principio de la esperanza. En la novela de Han, la tortura busca hacer consciente a los torturados su indefensión: “nuestros cuerpos no nos pertenecían”, “no había nada que pudiéramos hacer por nuestra voluntad” (p. 124). Si los torturados movían apenas las pupilas, el torturador los amenazaba, diciendo que les quemaría con un cigarrillo; de hecho, para que tomaran ejemplo, los torturadores “apagaron un cigarrillo sobre el párpado de un hombre de mediana edad. A un estudiante, que sin darse cuenta movió la mano y se tocó la cara, le pegaron y pisotearon hasta que quedó exangüe y perdió el conocimiento” (p. 125); “a los que desmayaban por los golpes, los pateaban como balones hasta un rincón y, tomándoles la cabeza de los cabellos, la machacaban contra la pared. A los que habían muerto les arrojaban agua para limpiarles la cara, les tomaban una foto y se los llevaban cargados en camillas” (p. 170).
Incluso cometieron torturas sexuales. Los torturadores a Seonju, una manifestante joven, “le metieron dentro una regla de madera de treinta centímetros hasta traspasarle el útero” y le “hicieron jirones la boca del útero con la culata de una pistola”, hasta que ella entró “en shock por la hemorragia”. Siguió “sangrando dos años más y los coágulos obstruyeron las trompas de Falopio y perdió para siempre la capacidad de procrear” (pp. 195-196). Tras ser torturada por la vagina, la chica se quedó con trastorno de estrés postraumático, insomne, incapaz de ninguna clase de contacto físico.
Clasificado como extremista armado y sometido a torturas extremas por el ejército, el estudiante de la carrera de magisterio, en el momento de la tortura, “no hacía más que pensar: Que mi cuerpo desaparezca de una vez, que mi cuerpo se borre ahora mismo” (p. 142). Después recuerda el momento de la tortura cuando solo les era permitido “sentir un dolor enloquecedor, un dolor insoportable” que los hacía “mearse y cargarse encima” (p. 124). “Recuerdo la sed animal que sufría hasta el punto de desear recoger la orina para bebérmela”, porque “el hambre, que se me pegaba tenazmente a los ojos hundidos, la frente, la coronilla y la nuca como una ventosa blancuzca espalda, poco a poco fue absorbiendo el alma. Recuerdo esos instantes borrosos en que el alma, hinchada como una burbuja blanca, parecía a punto de explotar en cualquier momento” (p. 126).
Los torturados sufren graves traumas. En la escena en la que el estudiante de la carrera de magisterio sentencia que aquello de la dignidad humana “es un engaño y en cualquier momento podemos transformarnos en insectos, bestias o masas de pus y secreciones” (p. 156), las cicatrices de la tortura aparecen superpuestas. A un joven llamado Jinsu, debido a su apariencia femenina, le hicieron “poner el pene sobre la mesa y a continuación lo amenazaron con pegarle con una regla de madera” (p. 128), hasta que se suicidó 10 años después. Un chico llamado Youngjae, torturado tan cruelmente como un adulto a una edad temprana, “entre las pesadillas y la imposibilidad de dormir, entre los analgésicos y los somníferos diarios” (p. 148), intentó suicidarse cortándose “las venas en seis ocasiones” (p. 151), en el transcurso de una década y, por último, ingresó en un hospital psiquiátrico.
La violencia estatal infunde la ira y el resentimiento en los personajes. Asimismo, la ira generalizada y de distinto tipo se expresa directa o indirectamente. En el capítulo 6, Seonju exclama que “la fuerza del dolor y de la ira que quería estallar en su corazón” había vuelto a hervir su sangre y le devolvía la vida (p. 202). En este punto particular, la ira actúa no solo como una fuerza dinámica que conduce a la solidaridad entre los personajes, sin limitarse a los sentimientos personales, sino como una fuerza impulsora para alentar la escritura de la autora, que no ha experimentado lo sucedido en Gwangju y, en última instancia, se convierte en una capacidad activa que conduce a la solidaridad entre la autora y los lectores.
Los protagonistas que han experimentado la violencia estatal y la tortura no tienen más remedio que compartir su ira y resentimiento contra los perpetradores y su poder. La ira y el resentimiento fortalecen el espíritu de venganza. Así, dice Jinsu: “hay personas a las que quisiera matar con todas mis fuerzas” (p. 148). El abuelo, cuya nieta fue apuñalada por la bayoneta de un soldado, dice con ojos perturbados, como quien ha visto la cosa más terrible de la tierra: “nunca voy a perdonar nada ni a nadie, ni siquiera a mí mismo” (p. 45).
Actos humanos sirve como canal para que los narradores de la novela expresen su resentimiento. No solo da voz al resentimiento tácito de los desaparecidos, cuyos cuerpos jamás se pudieron encontrar, debido al oscuro entierro realizado por el ejército, pues sirve para llamar la atención sobre cuestiones que aún no se han explicado correcta y suficientemente. Los personajes hablan para recuperar el estado anterior a la masacre y para la curación del trauma.
La novela “recuerda” la tragedia y extrae de ella nuevas posibilidades políticas, sobrellevando el duelo por Gwangju. Este duelo no es un estado psicológico originado por la tragedia, sino un acto activo y simbólico que aumenta la posibilidad del duelo personal a partir del duelo social, desde el punto de vista psicoanalítico. El duelo social es un acto formal y ritual en el que la sociedad otorga un significado razonable a una muerte injusta, como la causada en la masacre de Gwangju, y en el que se expresa el lamento en conjunto y se reconoce la pérdida social. Los actos sociales, como registrar, reconocer, evaluar, consolar y aceptar el hecho trágico, deben ser incluidos en el duelo social. Ante todo, el testimonio de los sobrevivientes en Actos humanos es uno de dichos actos. Puesto que la novela puede verse como una escritura de condolencias que busca consolar el dolor y el resentimiento de los demás, al seguir guardando el luto, la naturaleza política de la literatura puede volverse más clara: es posible especular en algunos planes de acción concretos, reconfirmando la posibilidad de lograr algo en el ámbito político. Con esto el sacrificio irreversible de Gwangju y las heridas colectivas de la sociedad coreana pueden curarse paulatinamente.
En cuanto a Actos humanos, Elisonda Pons opina que “esta novela de estructura polifónica aspira a responder a un doble interrogante que aguijonea a la autora desde sus inicios: cuál es la esencia del ser humano y el dilema de la crueldad como elemento intrínseco a su naturaleza” (2013). En línea con lo que Han Kang expresó en una entrevista: “he estado pensando en la divinidad junto con la violencia humana” (Kim, 2014, p. 324), en la novela se destacan las reflexiones sobre la crueldad, la conciencia limpia y la sublimidad del ser humano.
En cuanto a la crueldad humana, cabe preguntar “¿es el hombre un ser cruel por naturaleza? […] El que no dejemos de humillarnos, destruirnos y masacrarnos, ¿es la prueba que ofrece la historia acerca de la naturaleza humana?” (Han, 2018, p. 156). Los recuerdos de la violencia cohesionan la conciencia limpia de los personajes. En el capítulo 4, el ‘yo’ del narrador recuerda algo dentro de sí tan fuerte como el poder de los soldados que infligen un miedo abrumador.
Puede sentir que la gente había salido de sus caparazones y se unía a los otros con su carne desnuda y tierna y que, solo entonces, ese corazón grande y sublime que se había desangrando hecho trisas volvía a latir y palpitaba íntegro como antes. […] ¿Sabe cuán intensa es esa sensación de que te has convertido en un ser perfectamente puro y bueno? ¿Conoce el fulgor de ese instante en que te parece que llevas incrustada en la frente esa joya resplandeciente y pura que es la conciencia limpia? (p. 136)
El narrador recuerda “todavía vívidamente esa sensación de no tenerle miedo a nada, de estar dispuesto a dar la vida en cualquier momento, de que la sangre de todos los que estábamos allí fluía en una única y gigantesca arteria. Pude escuchar el pulso de esa sangre que corría palpitante, de ese corazón que era el más grande y sublime del mundo” (p. 134). Hasta los chicos más jóvenes que eligieron quedarse en la sede del Gobierno Provincial piensan que “bien vale la pena entregar sus vidas a cambio de esa joya que es la conciencia” (p. 136). Así, los personajes juzgan que, mientras la conciencia esté limpia, pueden enfrentarse a la muerte y no quedar indefensos frente a la violencia.
Revelar la dignidad humana y explorar la esencia del ser humano a través de la violencia y el sufrimiento es lo que la autora ha querido mostrar por medio de la novela. Ella nos plantea una gran pregunta a quienes viven con indiferencia y olvidan el levantamiento de Gwangju, y consuela a quienes aún luchan con el trauma de la masacre.
El problema del testimonio
Cien Años de Soledad contiene reflexiones sobre la trágica historia de Colombia y enfoca no solamente el proceso antes y después de la masacre de las bananeras y el escenario mismo de la masacre, sino también la distorsión, la fabricación y la manipulación por parte de las autoridades gubernamentales y la credibilidad de los testimonios. Por su parte, Actos humanos regresa a la escena trágica de muerte en Gwangju y mira sus consecuencias. El propósito principal de la novela es testimoniar la violencia perpetrada en Gwangju, pero, más que centrarse en los hechos históricos, como el origen y el desarrollo del levantamiento, relativamente conocidos, la crueldad inhumana y los sacrificios expuestos intensos a tal violencia, presta atención al dolor mental y físico experimentado por las personas en ese tiempo y espacio, y al estado emocional o psicológico que motiva sus acciones a causa de dicho dolor. La novela, al llamar a los muertos y devolverles su lenguaje, permite que testimonien la verdad oculta y anhelada. Ambas novelas nos enseñan que los que murieron en momentos trágicos no son meras víctimas, sino grandes sujetos inmersos en protestas valiosas.
Se puede decir que ambas novelas son el resultado del trabajo literario de investigación y el “testimonio del testimonio” de los literatos, y de las experiencias realizadas en las escenas de tragedia de los escritores de una generación que no pudo “consciente y voluntariamente” significar Ciénaga y Gwangju. En otras palabras, estas novelas muestran cómo una “generación sin memoria ni experiencia” sobre la tragedia escribe para superar sus propias limitaciones.
Si es así, ¿cómo es posible testificar la tragedia correctamente? La memoria oficial (historia) se establece mediante la expulsión de la memoria privada, ordinaria o periférica, pero la literatura reproduce la memoria perdida de la memoria oficial. Dado que la memoria puede ser un producto político de un grupo, para comprender adecuadamente la historia de ese grupo, la restauración de la memoria distorsionada y manipulada y la “política de la memoria” son más importantes que cualquier otra cosa.
Sin embargo, si ello no se basa también en la memoria subjetiva de un individuo, la verdadera reconstrucción del pasado no se realizará adecuadamente. En este sentido, se puede decir que Cien años de soledad y Actos humanos son obras que dan cuenta de la política de la memoria, al recordar y hablar sobre memorias individuales y colectivas. Especialmente, en Actos humanos lo trágico de la experiencia indecible se confirma en las vidas de los testigos distorsionadas por las huellas de Dongho. A medida que las distintas vidas que llevan dichas huellas se reúnen en la mirada de la autora, las huellas fragmentadas se reúnen y se van transformando en la sustancia (existencia) de Dongho. Los recuerdos compartidos de las multitudes que llegaron a la plaza para hacer valer sus derechos les exigen compartir los límites de la intimidad y la identidad.
La memoria puede ser manipulada y distorsionada en el presente, en una estructura en la que las instituciones estatales, los poderosos del pasado y sus ideologías, que monopolizan y exhiben legalmente la violencia, se transmiten de generación en generación. Aquellos que quieren que la próxima generación olvide la historia continúan distorsionando y manipulando la memoria. La distorsión y manipulación de esa memoria siempre es posible debido a la debilidad del presente. Como se ha mencionado anteriormente, ha habido numerosos ocultamientos y distorsiones con respecto a la masacre ocurrida en Ciénaga en 1928, así como al número de los manifestantes y de los muertos. Según Gerling, Cien años de soledad puede leerse como una parodia de la historiografía en general y el episodio que retoma la huelga de trabajadores bananeros se presta como ejemplo concreto acerca de cómo se llega a manipular la memoria histórica y colectiva para fines políticos. De tal modo, la novela guarda un recuerdo que la historiografía oficial reprime.
Generalmente, los recuerdos se pueden basar en el olvido, en la selección y en la compilación. La memoria se restringe por el olvido, se constituye por la selección, se forma por el lenguaje y se reconstruye en función de su respectivo contexto (Gerling, 2009). Aunque los juicios nacionales y legales en torno a la masacre de Gwangju terminaron oficialmente, los ideólogos con intereses políticos específicos y algunas organizaciones sociales relacionadas con ellos han distorsionado y denigrado continuamente la historia. Los rumores inventados sobre la intervención de Corea del Norte y sobre los disturbios armados fueron algunos de los escenarios preparados por el gobierno en aquel entonces. Tanto Cien años de soledad como Actos humanos nos dicen que la burla y la blasfemia basadas en la distorsión son dañinas, peligrosas y pecaminosas.
Mientras que la memoria del genocidio está socialmente controloda, la contramemoria también se conserva o transmite. El novelista puede crear una contramemoria a través de su obra y, al hacerlo, puede transmitirla a sus lectores. Lastimosamente, en esta época, todavía se necesita hacer contramemoria respecto de las masacres de las bananeras y de Gwangju, y García Márquez y Han Kang cumplen con su responsabilidad social y artística al realizar estos trabajos tan significativos. Los logros de Cien años de soledad y Actos humanos están en resistir a la permanente significación o historización de la masacre de las bananeras y el levantamiento de Gwangju, como tragedias colectivas anónimas, y lo hacen reproduciendo la memoria “políticamente correcta”.
Cien años de soledad y Actos humanos nos enseñan el verdadero significado de contar, escuchar y registrar respectivamente los horrorosos recuerdos de las tragedias históricas de ambos países. Además, nos enseñan que es muy importante no olvidar los recuerdos del pasado y enfrentar directamente el pasado, y que esos recuerdos horribles todavía tienen significados válidos, no solo en el pasado, sino en el presente y en el futuro, y que, sobre todo, la resistencia y solidaridad contra toda violencia restaura el verdadero sentido de la muerte trágica de los personajes, tanto en Macondo como en Gwangju.
Como se ha mencionado anteriormente, se puede decir que Cien años de soledad y Actos humanos son el resultado de un trabajo arduo para restaurar y llenar poéticamente las lagunas de los hechos históricos y los recuerdos distorsionados, fabricados, reproducidos, omitidos y olvidados. Asimismo, pueden leerse como novelas que muestran la “posibilidad de reproducción”, superando la “insuficiencia del testimonio”. Si la literatura permite reproducir con mayor precisión los horrores de una tragedia, ambas novelas pueden ser evaluadas como uno de los registros más precisos y sublimes de los actos inhumanos perpetrados en Ciénaga y Gwangju.
La búsqueda de la esencia del ser humano y el papel social del artista
La práctica política de la literatura es comprender y hablar sobre la estructura de la vida y cómo el orden mundial oprime a los seres humanos. En este tenor, la literatura nos permite introducir una innovación semántica en nuestras vidas y visiones del mundo, al descubrir, revelar y transformar activamente las dimensiones ocultas de la realidad y la experiencia humana, a través de la imaginación productiva. Para García Márquez, una buena novela debe impresionar al lector, evocando la realidad y permitiéndole participar en ella. La literatura es la mejor arma que puede elegirse para mejorar la realidad dura e injusta. Por su parte, Han Kang prefiere escribir una novela que haga preguntas continuas, porque cree que, en cierto sentido, el cuestionamiento mismo es la respuesta. Cree que si concibe una pregunta o busca sin cesar hasta completarla, esta pronto puede convertirse en una respuesta. Además, la autora no tiene intención de proponer apresurada e indiscretamente la manera de curación del trauma o de la reconciliación entre las víctimas y los agresores (Gang, 2010, p. 337).
Tal y como afirma Roland Barthes, “la escritura es un acto de solidaridad histórica” y “la escritura es una función: es la relación entre la creación y la sociedad, el lenguaje literario transformado por su destino social, la forma captada en su intención humana y unida así a las grandes crisis de la historia” (1983, p. 22). En esta línea, García Márquez y Han Kang están interesados en los problemas humanos, al confrontar la realidad ilógica y absurda, refigurando los problemas políticos y sociales específicos. Asimismo, dan testimonio del dolor de las personas que han sufrido la opresión política y revelan cuán fuerte y resistente es la conciencia del hombre respecto de la realidad histórica y política, y cuán tenaz es su vitalidad. La historia que cuentan estos escritores refuerza el argumento de Toni Negri, para quien “producir lo bello es revolucionario. […] El artista que produce lo bello está comprometido” (2000, p. 38).
Así pues, el papel de la literatura es recordar, reflexionar y sanar las tragedias históricas. En este tenor, García Márquez y Han Kang cumplen fielmente el papel de la literatura y del escritor que recuerda la tragedia, cura el trauma y ofrece alternativas positivas. Indiscutiblemente, Cien años de soledad y Actos humanos hacen el luto por las víctimas de las masacres, reflexionan sobre la tragedia histórica y el sufrimiento de los demás, y pueden ser obras que conviene leer en la genealogía de las innumerables luchas de la humanidad que han seguido protegiendo la dignidad y la esperanza, ante la violencia y la barbarie.
Notas
1 El título coreano de esta obra (Sonyeon-i onda) se puede traducir literalmente El niño se acerca, pero se tradujo como Actos humanos. Es una traducción ambigua que pretende conceptualizar “lo que hacen los humanos”, en oposición a los “actos divinos”, donde acto alude a la actuación en una obra de teatro. Han Kang ganó el Premio Literario Mala- parte –un prestigioso premio literario italiano– por esta obra en 2017.
2 La masacre de Gwangju –también conocida como Movimiento Democrático de Gwangju, Movimiento Democrático del 18 de mayo de Gwangju, Levantamiento del 18 de Mayo o Levantamiento de Gwangju– hace referencia al alzamiento popular ocurrido en la ciudad de Gwangju, Corea del Sur, entre el 18 y el 27 de mayo de 1980.
3 Estas fueron: “Seguro colectivo, indemnización en caso de accidente de trabajo, descanso dominical remunerado, aumento de salario en cincuenta por ciento, suspensión de los comisionados dentro de la región, cambio del pago quincenal por el semanal, suspensión de los contratos individuales y vigencia de los colectivos, un hospital por cada cuatrocientos trabajadores, un médico por cada doscientos e higienización de los campamentos de trabajadores” (Saldívar, 1997, p. 59).
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