Saber y poder en los profesionales de la comunicación. Una aproximación al concepto de autoridad desde la epistemología de la comunicación
Recibido: 09/07/09
Aceptado: 20/10/09
Marta Torregrosa1, Ruth Gutiérrez2
1 Doctora. Profesora, Facultad de Comunicación, Universidad de Navarra,
Pamplona, España. mtorreg@unav.es
2 Doctora. Profesora, Facultad de Comunicación, Universidad de Navarra,
Pamplona, España. rgutierrez@unav.es
Resumen
Es lugar común aceptado entre la sociedad y los profesionales de la comunicación —en todas sus versiones mediáticas— que estos últimos ejercen cierta autoridad en el desempeño de su tarea profesional. Formar parte de una profesión es una especie de reconocimiento social e institucional que se otorga a determinadas personas para administrar un saber específico en beneficio del bien común de la sociedad. Desde una perspectiva epistemológica merece la pena considerar el supuesto de que, en efecto, los comunicadores tengan algún tipo de saber específico —esto es, algún tipo de autoridad sobre el resto—, y preguntarse dónde se encuentra el fundamento de ésta y cómo se ejerce.
Palabras clave: autoridad, saber, poder, profesionales, comunicación.
Knowledge and Power in Communication Professionals. An Approach to the Concept of Authority from the Perspective of the Epistemology of Communication
Abstract
It is an accepted truism among society and communication professionals – in all areas of the media – that the latter wield a certain authority through the exercise of their profession. Being part of a profession implies a kind of social and institutional recognition acorded to those who manage a specific knowledge -how for the common good of society. From an epistemological perspective, it is important to consider the assumption that communication professionals do have a specific knowledge: that is, a type of authority over others, and to ask ourselves where its basis lies and how that authority is wielded.
Key words: Authority, knowledge, power, professionals, communication.
Desde hace no pocos años la sociedad y los profesionales de la comunicación describen el mundo de la comunicación pública como un espacio marcado por una crisis de confianza y credibilidad. Hacerse cargo de una situación crítica no es un mal comienzo si se buscan las respuestas a las preguntas sin solución evidente. Los cambios generados por una democratización del acceso a la información y a las nuevas tecnologías para difundir masivamente los mensajes, antes solo al alcance de unos pocos; la aparición de nuevas redes sociales y herramientas de comunicación —twitter, Facebook, Youtube o Myspace.com, entre otros—, o la creciente mercantilización de los medios de comunicación hacen necesaria una revisión de las competencias con las cuales definir el papel que juegan hoy los profesionales de la comunicación pública. Ante el debate sobre el periodismo ciudadano, sobre una red que permite colgar prácticamente sin límite alguno las últimas creaciones audiovisuales o hacer negocio con contenidos simbólicos, es necesario preguntarse si en tal coyuntura existe alguna razón para distinguir las actividades de estos ciudadanos de las de los profesionales de la comunicación.
El objetivo de este trabajo consiste, en primer lugar, en explorar la relación de autoridad que se establece entre los profesionales de la comunicación y el público con el objetivo de reconocer en qué tipo de saber son expertos los primeros y señalar cuáles son las condiciones para su ejercicio. En segundo lugar, el trabajo explora la relación de autoridad deontológica o el poder que ejercen los profesionales sobre los ciudadanos, así como los abusos más frecuentes en este ámbito. La aproximación epistemológica a la relación de autoridad nos permite ofrecer algunas claves para restaurar la legitimidad y el reconocimiento de los profesionales de la comunicación.
En la década de los setenta, Daniel Bell señalaba que la información, el saber y el conocimiento constituían la principal fuente de poder y riqueza de las sociedades posindustriales. El cambio a la sociedad posindustrial, posteriormente denominada “era de la información”, se produjo en gran medida por el desarrollo de las tecnologías de la comunicación (Bell, 1985, pp. 44-45) y por el incremento de las profesiones calificadas como una clase social emergente cuyo valor residía en el conocimiento. Aunque el concepto de “profesión” puede ser equívoco en algunos casos, existe acuerdo en que toda profesión surge de una actividad de aprendizaje que incluye algún tipo de conocimiento y aplicación a un campo de la realidad social; está reconocida, formal o informalmente por alguna institución o por la sociedad misma; y genera unas expectativas sobre su conducta que proceden de una ética de servicio. Es decir, se espera de ellas que contribuyan al bien común de la sociedad (Parsons, 1968, p. 536). Por todas estas razones, afirma Bell, “la idea de una profesión implica las de competencia y autoridad, técnica y moral, y la ocupación por el profesional de un puesto consagrado dentro de la sociedad” (Bell, 1976, p. 427).
El término autoridad tiene distintas acepciones. De acuerdo con J. M. Bochenski, el empleo de esta palabra comporta siempre un significado relativo y por esta razón designa fundamentalmente una relación (1979, p. 19). Define así la autoridad como una relación ternaria entre el portador de la misma, el sujeto que la sufre y re-conoce, y el ámbito o el significado compartido implícito en el conjunto de proposiciones expresadas por el portador. La relación de autoridad queda establecida cada vez que el sujeto acepta lo expresado por el portador de autoridad en un determinado ámbito en el que se le considera competente. Dependiendo de la clase de ámbito en el que se produce la relación pueden darse dos tipos de autoridad: la autoridad epistemológica propia del que sabe o la autoridad deontológica, propia del que manda o el que preside. En el caso de la epistemológica, el ámbito refiere a un pensamiento o conjunto de conocimientos, al contenido de lo expresado. En el caso de la deontológica refiere al conjunto de órdenes y acciones (Bochenski, 1979, p. 56) implícitas en la comunicación.
La autoridad epistemológica: ¿en qué tipo de saber es experto el profesional de la comunicación?
El ser humano posee la capacidad de comunicarse y transmitir información sobre un número ilimitado de contenidos. En este sentido puede decirse que goza de universalidad semántica (Conesa y Nubiola, 1999, p. 23). Esta capacidad humana provoca que cualquier realidad pueda ser objeto del discurso comunicativo si el profesional la considera y reconoce como interesante y digna de ser comunicada socialmente. Como el ser humano es capaz de trascenderse a sí mismo y a su entorno, sus intereses —los del discurso del profesional— no necesariamente se limitan a lo que incide o afecta directa e inequívocamente a la vida o las circunstancias inmediatas de los ciudadanos (Muñoz Torres, 1989, pp. 73-74), sino que se despliegan en un territorio cuya extensión es la de cualquier realidad disponible para el hombre. En este sentido, los profesionales de la comunicación aspiran a ser expertos en discursos sobre cualquier aspecto de la realidad con un interés humano. Esta afirmación no implica, sin embargo, que el profesional posea un saber teórico sobre toda la realidad. No interesa como profesionales hacerse con la verdad en términos especulativos, sino hacerse con ella de modo práctico y poético para comunicarla públicamente.
El comunicador es un experto en articular su competencia tanto en un saber práctico como en un saber poético, además de poseer el dominio en la opinión. De acuerdo con Aristóteles en su Ética a Nicómaco, el saber práctico tiene como objetivo el acierto en las acciones concretas con vistas a un fin. Es el saber implicado en las decisiones que permite actuar ante una realidad concreta a la que hay que responder. Exige el uso de la conciencia; es decir, exige recurrir a la teoría pero no para reconocer una verdad, sino con el objetivo de hacer el bien, acertar (Vicente, 1988, p. 439). El saber poético es aquel que ofrece los conocimientos necesarios para la ejecución y producción de un objeto. La opinión es un tipo de saber distinto a los dos anteriores. Es el saber relativo a lo no necesario, a lo que puede ser de otra manera —lo contingente— y de lo que no podemos estar ciertos (Llano, 1984, p. 62).
Esta interpretación clásica del término saber es de vital importancia para la discusión y comprensión sobre la autoridad epistemológica a la que pueden aspirar los profesionales de la comunicación. En el caso del periodismo, por ejemplo, la autoridad epistemológica proviene de su competencia en el saber práctico y poético de discernir sobre lo relevante de la actualidad que el público debe conocer para poder actuar con libertad, y en su capacidad para comunicarlo y hacerlo comprensible. El fundamento de su autoridad está, entonces, no tanto en la autoridad de las fuentes consultadas, como en su capacidad para saber discernir del discurso de la fuente las conclusiones necesarias que merecen ser comunicadas y conocidas por los ciudadanos. De tal forma que el saber teórico, cuyo objetivo es desvelar la verdad, queda supeditado a un saber al mismo tiempo práctico y poético que consiste en extraerla y comunicarla, casi siempre de un contexto incierto aunque no irracional. Por esta razón, la opinión es también campo para tener autoridad epistemológica. Como no es fácil tener la certeza de la verdad en algunos ámbitos, especialmente en aquéllos de interés público donde intervienen las libres acciones humanas o está presente una multitud de factores difícilmente abarcables en su mutua conexión (Llano, 1984, p. 62), en estos asuntos lo que cuenta es la opinión el estado intelectual en el que el comunicador se encuentra mientras aspira a obtener certezas. La opinión es también un ámbito en el que se puede tener autoridad epistemológica porque no es el simple no saber, sino que se sitúa entre el conocimiento cierto y la ignorancia (Platón, 1995, pp. 4476d-447), es una forma de saber, porque con relativa frecuencia se pregunta no para conocer un dato, sino para contrastar un parecer (Domingo, 1999, p. 60).
Naturaleza práctica del saber comunicativo
Hasta aquí, y como intento de definir el significado del tipo de saber que hace experto a un profesional de la comunicación, se ha tomado como referencia la tipología de saberes que hace Aristóteles en su Ética a Nicómaco (libros I y VI). Sin embargo, cabe entender el saber práctico de la comunicación y sus actividades derivadas (informativas, propagandísticas, publicitarias o de ficción) en un sentido más específico, siguiendotambién a Aristóteles. La comunicación es un saber práctico porque trata de acciones humanas libres cuya inteligibilidad está abierta a la acción (Azurmendi, 2005, p. 19), y produce artefactos de carácter poético3 . La especificidad de ese saber se actualiza en la comprensión y divulgación de esas acciones a través de otras acciones prácticas: las acciones comunicativas. La acción comunicativa es, como cualquier acción práctica, fruto de la toma de una decisión. Es decir, supone un acto prudencial por parte del comunicador que lo compromete con el carácter veritativo de las acciones, y lo implica directamente en el tipo de discurso que escoge para comunicar dichas acciones elaborando un objeto poético —el producto comunicativo— 4 . El discurso comunicativo es fruto de esa decisión, y pone en juego distintas dimensiones prácticas como son la retórica (los argumentos y el modo en el que se expresan esos argumentos), la poética (por ser un objeto hecho), la estética (que implica el distanciamiento y la relación con la belleza del objeto), la ética (en la medida en que se ajuste a la realidad), y la política (dado que como acción configura el espectro social). Estas dimensiones constituyen el legado “pragmático” de Aristóteles sobre el campo de la práctica y la comunicación (Toulmin, 2003, pp. 10-11) 5 . Esto es, toda acción comunicativa presenta aspectos prácticos asociados al tipo de discurso, según la naturaleza de los contenidos (acciones humanas sobre las que versa: posibles o efectivas). Saber comunicar es entonces permitir que el destinatario logre compartir ese saber comunicado de carácter práctico y que, al ser recibido, pueda producir un conocimiento que sea también sabiduría (Galdón, 1989, pp. 45-46). Por esta razón, el contenido —lo que se dice literalmente— en esas acciones no es tan imprescindible como los rasgos prácticos que se subrayan en la comunicación pública 6 .
La relación de autoridad epistemológica exige al menos dos condiciones para su establecimiento. Por una parte, el reconocimiento fundado de quien la otorga de una mayor competencia del portador en el saber implicado en la comunicación; y por otra, la veracidad. La veracidad supone la sinceridad del portador al expresar sus conocimientos, pero no se queda en ella. En el caso de la persona veraz no hay solo una voluntad de decir lo que se piensa, sino también de hacer todo lo posible porque eso que se piensa y dice, sea verdadero. La competencia convierte al portador en un experto en determinado saber, y la veracidad provoca la confianza necesaria para que pueda aceptarse lo expresado como verdadero. Esta autoridad es reconocida y otorgada por el público gracias a un razonamiento que proviene de la generalización a partir de las experiencias disponibles acerca del portador y de la clase a la que pertenece (Bochenski, 1979, pp. 74-75). El fundamento de la aceptación es siempre débil, porque su fuerza no procede de la deducción necesaria sino de la experiencia. De hecho, de que alguien diga a menudo cosas correctas no se sigue necesariamente que todo cuanto diga deba ser acertado. De esta forma, la relación de autoridad supone confiar y mostrarse vulnerable. Confianza porque el sujeto cree y se fía de que lo expresado por la autoridad es verdadero; vulnerable o dependiente porque es imposible evitar en todos los casos el error humano o el engaño por parte del que sabe.
El poder de la acción comunicativa: la autoridad deontológica del profesional de la comunicación
Desde una perspectiva lógica, también el poder puede definirse como una relación de autoridad: se trata en este caso de la autoridad deontológica (Bochenski, 1979, pp. 54-60). Este tipo de autoridad se expresa a través de órdenes, de ahí que su ejercicio sea práctico. La valoración y validez en la recepción de esta autoridad o poder es también de tipo práctico. Así cabe comprender las órdenes y aceptarlas consecuentemente, según su utilidad o no, según su moralidad o no7. La autoridad deontológica se acepta en razón de una supuesta representatividad y, al contrario de la autoridad epistemológica —el saber—, el poder se puede delegar.
Según el tipo de influencia que ejerza la orden sobre el receptor cabe hacer una doble distinción. Si la orden se cumple por temor a un castigo, la autoridad deontológica que se ejercita es de sanción; cuando en la orden coinciden tanto las expectativas del portador como las del sujeto, estamos ante otro tipo de autoridad del poder: la autoridad deontológica de solidaridad8. En primera instancia, parece que el ejercicio de la comunicación pública no se basa en la transmisión de órdenes directamente. Es decir, en sentido estricto, el comunicador no emite órdenes tal y como se explica en el ejercicio de la autoridad deontológica. Sin embargo, el carácter práctico del saber comunicativo plantea la posibilidad de ejercer un dominio sobre la realidad que lleva aparejada la emisión de obligaciones “encubiertas” o recomendaciones prácticas algo persuasivas, cuyo resultado es similar o mayor al que provoca la emisión de una orden. Si ese saber de carácter práctico constituye la base de su influencia social y cultural, es urgente explicar los rasgos de la fuerza9 de ese saber para entender el papel configurador de la comunicación pública10.
En el desempeño de su profesión el comunicador mueve a la acción. Es decir, no sólo tiene el poder de difundir masivamente un saber propio, entendido como un ejercicio tecnológicamente posible; sino que ejerce un poder real de influencia práctica generando cambios culturales a través de la comunicación pública. Esos cambios culturales que propician o generan los medios de comunicación de masas son los efectos constatables de la influencia de la comunicación sobre la sociedad. Los profesionales esbozan un modo de interpretar los hechos, de juzgar la vida y de inculcar acciones por medio de representaciones de virtudes y vicios registrados en la sociedad, a través del mismo acto comunicativo.
Como el reconocimiento social queda reafirmado por la influencia constatable de la comunicación sobre la cultura, el comunicador es hasta cierto punto consciente de los cambios o efectos que una acción comunicativa puede operar en la sociedad y sus instituciones. En ese sentido, el comunicador —en líneas generales, y según su actividad— también se presenta públicamente como un poder público con una especial autoridad en el seno de la sociedad. En el caso de la comunicación pública, su poder social —en su legitimidad como representantes— queda otorgado por la credibilidad del saber que difunden. Desde esa perspectiva, cabe entender tanto al saber como al poder como asuntos de reconocimiento público. En esa interdependencia —que en la práctica se expresa con algunas dificultades— podría explicarse el tipo de poder que ejercen los comunicadores sobre la sociedad y su papel como configuradores de la cultura, pues un poder que no quede moderado prudencialmente por el saber, es un poder técnicamente tiránico11.
En sentido estricto, no son los medios técnicos los que provocan los cambios culturales12. Si bien los medios técnicos condicionan la emisión y la recepción de los mensajes exigiendo una lógica y necesaria adaptación de los modos en los que se comunica, es en el mismo hecho de comunicar su saber específico donde radica la capacidad de mover a la acción13. Pues la propia acción comunicativa es una decisión explícita y material de una opción acerca del obrar y pensar el mundo. Ya lo aclara J. L. Austin al entender que la comunicación de un enunciado constituye un único fenómeno real en el que conviven la dimensión veritativa —si el enunciado es verdadero o falso— y la dimensión pragmática —lo que se hace con el enunciado y los efectos que produce— (Austin, 1982, p. 41). Es decir, la razón misma de la acción está en la dimensión pragmática del lenguaje14.
La retórica de la argumentación: el poder de los profesionales de la comunicación
El poder pragmático del comunicador se expresa raramente en órdenes, como es propio del ejercicio de una potestad —salvo en las prácticas publicitarias o propagandísticas—. La peculiaridad del cambio práctico se da por el arte del convencimiento. El modo en que se argumenta es aquél en el que se convence: el modo en el que se puede comunicativamente hablando. De los modos depende en buena medida la credibilidad de los profesionales, y por ello también su poder social15. Cabría pensar aquí en torno a la legitimidad o no de ciertos modos de convencer, como claros abusos de poder en el ámbito de la comunicación pública. Pero para indicar los tipos de abusos de poder en comunicación es necesario señalar, en primer lugar, que todo poder tiene límites. Esto es, un ejercicio legítimo del poder se enmarca en el respeto de los límites del ámbito para el cual se ha otorgado el dominio y la posibilidad de emitir órdenes. De lo contrario, sin límites, tampoco cabría hablar de ejercicio de poder: un poder extralimitado carece de la legitimidad que da un ámbito, simplemente se ejerce por la fuerza, la sanción o la arbitrariedad. El reconocimiento previo de la existencia de ámbitos indica cómo la realidad no se manifiesta totalitaria.
Por ello, es necesario ahora mostrar los abusos del poder de los profesionales de la comunicación para perfilar sus límites. La condición de in-certidumbre —explicada anteriormente— tanto de las acciones sobre las que trata la comunicación como sobre la propia acción comunicativa orienta el grado de ajuste con la realidad. Por ello, la primera manera de extralimitar el poder del profesional de la comunicación es provocar un desajuste entre lo dicho y lo sucedido (en el caso de la información) o desajustar la realidad posible contenida en la ficción. El ejercicio del poder en comunicación se manifiesta, pues, en la ganancia de veracidad y en la tendencia a atinar, a ajustarse a la realidad. Así, el abuso de poder por desajuste, o una intencionada acción contraria a lo que las cosas son, como el engaño o la mentira, constituyen la base epistemológica del abuso de poder: la orden está, de entrada, desvinculada de la realidad, sea esta efectiva o posible. Otras veces el abuso se produce por un segundo desajuste que no tiene por qué ser necesariamente una falta de veracidad o de justicia para con la realidad. Se trata del abuso en el uso de esos modos de convencer comunicativamente hablando. Por esta razón, la credibilidad de la comunicación está en manos del arte de la retórica que —sin separarse de la poética ni de la lógica, tal y como se indica implícitamente en Aristóteles (Ricoeur, 1980, pp. 20-22)— estaría en condiciones de aportar razones razonables —argumentables— para el uso público de la libertad16.
La tradición aristotélica define a la retórica como el arte de la argumentación, de buscar las pruebas, en actividades como la política y el derecho, especialmente. Sin embargo, también en la mimesis praxeos de la Poética de Aristóteles (1451a, pp. 36-40) —como es la representación informativa, de entretenimiento, propagandística o publicitaria— se da una especial argumentación, basada en la verosimilitud, que sin ser definida como tal, obedece al mismo arte del convencimiento y la persuasión. La verosimilitud entendida como lo habitual, lo que se parece a lo natural cultural, actúa como una guía lógica de la necesidad del argumento y proporciona la credibilidad necesaria en los relatos comunicativos.
Toda acción práctica —los contenidos comunicables por los medios— si quiere relatarse, ha de argumentarse. Esto es, ha de razonarse para su libre aceptación. Dicho de otra manera: las acciones comunicativas17 han de parecer verdaderas (y presuponer que lo son). En ese ejercicio de hacer creíble lo que se quiere contar, los comunicadores se juegan gran parte de la eficacia de sus informaciones. No se trata de una cuestión de estilo, en términos estéticos, sino de racionalidad ajustada al carácter de lo que se quiere contar (Habermas, 1988, pp. 44-45 y 66)18. Para que se dé la aceptación de un estado de cosas, acciones o normas de acción tienen que conjugarse la verdad, la rectitud, la adecuación y la inteligibilidad del discurso, y la corrección en el habla, según la operación. El desacierto en esta última lleva a J. Habermas a afirmar que la forma puede cambiar el sentido de una fundamentación (1988, pp. 63-65). Y por ello, también puede cambiar el sentido mismo de los efectos de la acción comunicativa en la sociedad.
La razonabilidad del poder comunicativo
Existe una diferencia entre el empleo directo del poder y el empleo de la argumentación. En este último hay una disposición específica del emisor que se concreta en estar abierto a posibles argumentos contrarios a los propios, al reconocimiento de la fuerza de ciertas razones, y a la posibilidad de replicar a posibles objeciones (Habermas, 1988, p. 37). Para el poder —como asunto de soberanía incuestionable— el procedimiento propio sería la imposición de la acción sin lugar a la réplica. En ocasiones, la fuerza impositiva que tiene el reconocimiento social de los comunicadores —sea o no fundado en la calidad de su saber práctico— convierte a la comunicación pública en un poder fáctico que, lejos de contar con los requisitos propios de la argumentación —una explicación razonada y razonable—, asume los requisitos propios del poder científico-técnico. Si hacemos residir el poder de la comunicación pública sólo en las técnicas de difusión, al margen del saber, no importaría tanto tener o no “algo” sobre lo que informar, algo que difundir, como el tener medios con los que hacerlo19.
Hoy día no se puede pasar por alto el fenómeno de acceso a las nuevas tecnologías de difusión pues Internet, por ejemplo, ofrece técnicamente hablando un poder de difusión real, barato y posible. Junto al trabajo de los profesionales del periodismo tradicional se percibe un ejercicio paralelo con igual o mayor trascendencia e influencia cultural como una nueva manera de generar opinión pública. Pero si bien es cierto que así como la comunicación del área de entretenimiento, publicidad o ficción, e incluso la comunicación institucional han tomado y están tomando Internet como un lugar de difusión más, y potencialmente mayor que los modos de distribución y trabajo primigenios, el periodismo aún recela de la legitimidad de ese poder. De entrada encontramos una razón que explica tal cautela y que tiene que ver con las características propias de la argumentación señaladas. El ejercicio razonable de la profesión de comunicador trae aparejado poder dar cuenta de su trabajo, poder justificar el ejercicio ordinario de la comunicación, tener acceso a las fuentes y los argumentos que dan razonabilidad a la información: estar centrado en un saber. Quién tiene autoridad sólo puede decidirse con base en la legitimidad de su trabajo.
El modo en el que el poder de los comunicadores expresa el saber que administran no se articula —al contrario, de los saberes científicos y filosóficos, basados en la certeza— de manera proposicional, sino argumental (Ehrat, 2005, p. 435). El saber de los comunicadores se expresa a través de una argumentación sembrada de recomendaciones útiles o inútiles, de consejos morales o inmorales, de análisis acertados o desacertados que definen su particular “modo de estar en la verdad” (García-Noblejas, 1997, p. 81). Es un modo de estar endeble, que no puede prescindir del error como posibilidad humana irreductible porque las acciones prácticas están sujetas a un alto grado de incertidumbre (García-Noblejas, 2000, pp. 34-36). Las afirmaciones o negaciones de lo que las cosas son en comunicación pública exigen una “explicación racional” práctica (García-Noblejas, 1997, p. 80). Por esta razón, la comunicación pública prescinde de la aserción proposicional de carácter teórico porque su interés no es especulativo, sino práctico.
Los medios de comunicación disponen de más recursos que otros, incluyendo el poder de difusión, para imponer definiciones de la situación: organizar la experiencia de los ciudadanos y ofrecer un marco para obtener el significado de algo20. Que el conocimiento sea poder no significa únicamente que se posee más información sobre algo, sino fundamentalmente que la in-formación publicada es un recurso social cuya construcción —en palabras de Tuchman— limita una comprensión de la vida contemporánea. Lo comunicado legitima o promueve un statusquo. Es una realización construida, afinada según modos específicos de comprender la realidad que organizan socialmente la experiencia (Tuchman, 1983, pp. 223-230). Si todos pueden comunicar en similares condiciones nadie ejerce una autoridad legítima, pues la autoridad indica superioridad en un ámbito del saber, del conocimiento, en un dominio de la realidad. La libertad de expresión no es la única condición para tener autoridad en comunicación pública. Se trata de una condición para comunicar.
Este poder comunicativo de carácter cognitivo reside en la capacidad de penetrar por convicción y persuasión en la conciencia social instalando y configurando actitudes, hábitos de conducta y opiniones acerca del vivir (Habermas, 2006, pp. 415-416). Es decir, representaciones de hábitos humanos. La acción práctica representada en la ficción se despoja de aspectos accidentales para mostrar la dinámica viva y esencial de la acción apelando al sentido como salvaguarda del conocimiento. El sentido comparece tras la pregunta lógica e inmediata acerca de qué quiere decir esta historia, y parece no tratarse sólo de sentimientos o pasiones, arquetipos, temas o situaciones universales. El sentido —o que algo tenga sentido en comunicación pública— es ese lugar en el que se encuentra la razonabilidad de la acción comunicativa como representación —y no como muestra directa— de la realidad. Así como las opiniones acaban consolidando el espectro político, sobre todo, a través de los periodistas y de los políticos (Habermas, 2006, p. 416), la ficción propone modelos y ejemplos —legítimos o no— como posibles hábitos de vida (Ehrat, 2005, pp. 54-55) a los que la publicidad añade hábitos de consumo que presentan estilos de vida irrenunciables en términos emocionales21. Como indica Robert Craig a propósito de la paulatina conversión de la comunicación en un metadiscurso, la autoridad específica de la comunicación se basa hoy en saber también cómo hablar sobre asuntos de interés público (2005, pp. 659-667)22.
En ese saber cómo hablar se ponen en juego los pactos de lectura. En la interpretación de la acción comunicativa los pactos de lectura se con-vierten en canales de credibilidad implicados en los modos argumentativos del discurso, y permiten el contrato tácito entre el emisor (los comunicadores) y el receptor (la sociedad) creando una esfera de sentido. El pacto de lectura ha de aclarar, en primer lugar, si la acción comunicativa es acerca de acciones posibles (ficción) o de asuntos acontecidos (dicción). En segundo lugar, ha de expresar el grado de suspensión del juicio del que dependerá la criba cognoscitiva y la adhesión a la obra que hará posteriormente el receptor23. Junto a los pactos de lectura, otro rasgo discursivo que acrisola la credibilidad de la argumentación es el uso de las marcas o los lugares comunes entendidos en el sentido aristotélico de los tópicos. Esas marcas discursivas o lugares comunes indican el sentido en el que hay que tomar, en la concatenación lógica de los argumentos, las pruebas y las razones dadas en un discurso, y guían el movimiento que ha de producirse en nuestra inteligencia, nuestra voluntad y nuestra sensibilidad ante lo comunicado que se concreta habitualmente en acciones y opiniones derivadas.
Consideraciones finales a modo de conclusión
Las condiciones para la aceptación de la autoridad epistemológica permiten observar el fenómeno actual del intrusismo en los medios de comunicación desde una perspectiva más amplia. El problema no se genera sólo porque quien no sabe decide hablar como si supiera; sino que el público llevado por un juicio precipitado por las apariencias y la notoriedad, otorga autoridad a quien no lo merece. El intruso no parece ser consciente de que mostrarse públicamente como quien no es —en términos de sabiduría— ejerce sobre el público un efecto cognoscitivo perjudicial inevitable, justamente porque los medios actúan en la vida contemporánea como lugares de referencia a los que el público acude para saber y porque no sabe.
La relación comunicativa entre profesionales y público es asimétrica. El diálogo interpretativo que se mantiene en una comunicación como la que se ejerce por los profesionales en los medios de difusión masiva no funciona de igual a igual en cuanto al valor de lo que se comunica. La igualdad existe entre las personas, pero no puede pre-suponerse entre los contenidos. Por esta razón, unas interpretaciones —las de los competentes y expertos— merecen más respeto que otras.
El modo en que los profesionales actúan legitima el reconocimiento que se supone a la institución y el papel que tienen en la sociedad. La recuperación de la credibilidad y de la confianza —que sólo puede inspirarse, no imponerse— se logra a partir de un comportamiento continuado y mantenido en el tiempo en el que coinciden la autoridad epistemológica —el saber del experto— y el poder adecuadamente ejercido en términos retóricos.
Siendo esto así, el papel de los profesionales de la comunicación, preciso por dedicarse a la comunicación de acciones humanas, conserva siempre un espacio borroso o de incertidumbre en el que cabe la sana sospecha. Lo que se dice desde los medios también puede ser corregido. Hacerse cargo de una realidad de modo total y definitivo —suponer una comunicación transparente y sin ruido— es una ilusión que impide reconocer justamente lo que se debe esperar de quien ejerce la autoridad. Por esta razón, la profesión puede ejercerse pluralmente. Esto no su-pone desvirtuarla, pues no hay un único modo de dar cuenta de las acciones humanas libres. La irreductibilidad del error en el ámbito del conocimiento y la comunicación no es tampoco un lastre, sino una imperfección que alerta de la necesidad de una relación de exigencia en la comunicación pública por la que cada actor —profesionales y público— es responsable de buscar y obtener la interpretación adecuada de lo dicho.
El saber del comunicador es de carácter práctico por basarse en las acciones humanas libres. Por esta razón también está sujeto a la incertidumbre en la comprensión. Por ello su poder no consiste en la emisión directa de órdenes sino en la elaboración de argumentos que den cabida a esas acciones humanas libres propiciando de este modo la toma de decisiones por parte de la sociedad. La configuración de la sociedad que-da supeditada así a la racionalidad práctica de las buenas argumentaciones y a la veracidad de los contenidos comunicados.
Aunque la teoría no asegura la buena práctica, saber qué se espera de los profesionales y dónde reside su competencia y poder es un buen punto de partida para orientar las decisiones de la vida profesional. Reconocer desde una aproximación epistemológica que la legitimad de los profesionales está en la calidad de los mensajes que se difunden supone apreciar el valor del saber comunicado y la riqueza que ese saber genera en la sociedad.
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