10.5294/pacla.2020.23.2.1


Editorial

Hacia una individualización de la política en redes

Towards an individualization of network policies

Por uma individualização da política em redes


Ana María Córdoba-Hernández1

1 0000-0002-4752-9724. Universidad de La Sabana, Colombia. ana.cordoba@unisabana.edu.co

Para citar este editoral / to reference this editorial / para citar este editorial: Córdoba-Hernández, A. M. (2020). Hacia una individualización de la política en redes. Palabra Clave, 23(2), e2321. https://doi.org/10.5294/pacla.2020.23.2.1



Con la primera masificación de internet a finales del siglo pasado, se logró lo que Winograd (1997) describía como el desplazamiento from computing to communication, ese momento en que los ordenadores dejaron de concebirse como cerebros electrónicos y pasaron a ser dispositivos de comunicación e interacción social. A partir de entonces, surgió un extenso y controvertido debate en cuanto al potencial revolucionario de las, por entonces, “nuevas tecnologías” y en cómo impactarían directa o indirectamente el quehacer político, desde la base de sus patrones y estilos clásicos.

Mientras en el mundo off-line aumentaba la desafección política y se daban los más bajos niveles de participación ciudadana (Dalhgren, 2009), surgió una primera ola de optimistas que entendían internet como el espacio ideal para una verdadera esfera pública virtual, al más puro estilo habermasiano, en la que se incrementaría la participación democrática como nunca antes, gracias a las nuevas ágoras y foros on-line (Hague & Loader, 1999; Loader, 1997; Tsagarousianou, Tambini & Bryon, 1998). Era como si las ideas igualitarias de la Revolución francesa de repente se encarnaran en una tecnología horizontal, libre y accesible, bajo la máxima de “en Internet todos somos iguales” (Campechano, 2012). En ese contexto del poscomunismo, la red se veía como una “nueva sociedad” apasionante, donde reinaría la libertad al margen del Estado, y se constituiría en el nuevo objetivo de los utópicos liberales (Lessig, 2006).

Desde entonces, la tendencia optimista parte de la idea de que estamos presenciando el surgimiento de un nuevo tipo de ciudadanía posmoderna, en la que sobresalen formas espontáneas de solidaridad y autoexpresión, especialmente en las generaciones más jóvenes (Inglehart, 1997; Inglehart & Welzel, 2005), de las que se espera un aumento en las actitudes y la participación política, gracias a la cantidad de información disponible y a la reducción de costes de participación (Negroponte, 1995; Rheingold, 2002).

Poco a poco, esa mirada entusiasta dio pie a la tesis de la movilización, según la cual internet sirve para revitalizar la democracia y moviliza individuos hasta ahora inactivos, que se mantenían al margen del proceso participativo tradicional (Anduiza, Gallego & Jorba, 2010; Cantijoch, 2009; Delli Carpini, 2000; Di Genaro & Dutton, 2006; Quintelier & Vissers, 2008; Ward, Gibson & Lusoli, 2003).

En definitiva, el optimismo de estos autores se asienta en el convencimiento de que la participación a través de la red de redes está transformando radicalmente las formas de sociabilidad y, paulatinamente, ha calado en las bases institucionales del modelo centralizador y jerárquico de mediación de las representaciones sociales tradicionales (Sierra, 2013).

Sin embargo, tras esa primera ola, vinieron estudios con una visión más negativa o al menos más escéptica del alcance de internet respecto de la participación política. Contrario a la teoría de la movilización, los defensores de la tesis de la normalización sugieren que internet no es más que un espejo de las estructuras políticas y económicas de poder, que no supone un cambio de paradigma. Para estos, la red ha venido a fortalecer la actividad política que ya hacían presencialmente los individuos y, más que movilizar a nuevas personas, ha reforzado la participación de los que se interesaban antes por los asuntos públicos (Bimber, 2001; Margolis & Resnick, 2000; Norris, 2001).

Posteriormente, vinieron otros reparos como la “brecha digital” (Norris, 2001) con la que se reconoce la existencia de nuevas élites tecnológicas; la “objeción de babel” que advierte cómo la red favorece la proliferación de ciberguetos, enclaves y comunidades deliberativas muy homogéneas, sin capacidad de establecer intercambios con el resto de usuarios (Sunstein, 2007); la “polarización” de las comunidades de cibernautas, por la sobrecarga informativa y la fragmentación excesiva de los discursos (Benkler, 2015), y el “slacktivismo” (Christensen, 2011; Glenn, 2015; Morozov, 2009) o activismo holgazán que se basa en acciones superficiales sin apenas incidencia política.

Muchos de estos argumentos comenzaron a aflorar al comprobar que, contrario a la utopía inicial, la red no estaba construyendo una sociedad civil más sólida, porque implicaba espacios de libre asociación, para fines comunes, fuera del mercado, cuyos objetivos no estuvieran dirigidos por la política (Dahlgren, 2012; Lessig, 2006).

Estos y otros argumentos conforman lo que Jenkins (2008) denomina el “tecnopesimismo”, esa tendencia en la literatura que asume el mal en la mediosfera y considera el estudio de las tecnologías inferior a otras disciplinas más reflexivas, y así desprecia su verdadera eficacia respecto de la interacción social.

Y Jenkins (2008) tiene razón: si se quiere hacer un aporte a la discusión, hay que salirse del debate entre optimistas y pesimistas, pues ambos extremos son dañinos y terminan por desconocer el alcance real de la participación política a través de los medios digitales. Hay que encontrar nuevos caminos para entender las formas latentes de participación que subyacen en el entramado de redes sociales en la actualidad, como sugieren Amnå y Ekman (2014).

Para dar un paso adelante, tenemos que reconocer que internet y, más específicamente, las redes sociales, tienen una lógica propia de interacción y una forma específica de influencia, distintas de las de otros medios (Klinger & Svensson, 2015), que las hacen lugares propicios para un actuar político.


Ni optimistas, ni pesimistas

Si se quiere entender su dinámica específica, se pueden señalar al menos tres aspectos de la web 2.0 que pueden favorecer la interacción ciudadana. En primer lugar, la autonomía informativa y la proliferación de voces, por la que el usuario ciudadano puede acceder de un modo directo a las fuentes originales de información a un menor costo (Anduiza et al., 2009; Bimber, 2001, 2003; Colombo, Galais & Gallego, 2012). Se puede afirmar que quienes antes consumían información y propaganda política de modo pasivo pueden ahora diversificar sus fuentes informativas y llegar a desafiar los discursos oficiales (Loader & Mercea, 2011).

En segundo lugar, la capacidad de interacción directa de los ciudadanos con otros actores, que multiplica sus posibilidades de contacto y relación sin tener que pasar siempre por intermediarios políticos (Cardenal & Batlle, 2009). Esta desintermediación funciona en ambos sentidos, también los actores y las organizaciones públicas tienen la oportunidad de difundir sus discursos y acciones más allá de las fronteras locales y lograr apoyos y reconocimientos a mayor escala (Lago, 2007). Se trata, en definitiva, de una mayor autonomía de acción, sin dependencias de nodos organizativos centrales, que permite un aumento en las posibilidades de dar a conocer otros puntos de vista, diseñar estrategias propias o replicar las de otros usuarios o colectivos (Sánchez y Magallón, 2016), algo que termina beneficiando a todos.

Y, finalmente, el hecho de que la red ha logrado crear y recrear “espacios” que posibilitan la discusión y la deliberación sobre temas de interés común (Polat, 2005), no solo porque ha ampliado los temas del espacio público, sino porque ha modificado sus formas de apropiación, a través de medios tecnológicos, y ha permitido líneas emergentes de participación individual que se van posicionando paulatinamente o de golpe, de un modo viral.

Entre todos los espacios, las redes sociales han sido asumidas como lugares naturales de práctica política donde se pierde el control de la planificación y los contenidos. Para Papacharissi (2010), plataformas como Facebook o Twitter suponen una ayuda funcional para colaborar y trabajar en conexión con otros usuarios, aunque no siempre exista consenso entre todos. Sin embargo, la construcción de estos lugares comunes de participación abre caminos al conocimiento y modula la aceptación de las diferencias, ya que, en el espacio creado por el medio digital, se acorta la separación cultural.

Facebook, por ejemplo, es el nicho perfecto de una nueva cultura emergente, todo en retazos, integrado de manera efímera, siempre en movimiento, solo tocando la superficie. Una complejidad que muta todo el tiempo, que parece no concretarse en nada, sin sedimento ni profundidad alguna. Se centra en la subjetividad del usuario, más que en intereses y conocimientos compartidos (Galindo, 2013).

Ahora bien, ¿qué ha pasado con el ciudadano digital que es el protagonista del cambio y de estas nuevas dinámicas?, ¿qué lo motiva a participar?, ¿cómo se identifica con las causas que se mueven en las redes?, ¿cuáles son las características propias de su actuar político on-line? Terminemos la reflexión al hilo de estas preguntas.


Identidades “líquidas” en red

La interacción de los usuarios en la web está contribuyendo a crear unos vínculos sociales nuevos con respecto a formas de identificación tradicionales, como la familia, la profesión, la religión, la nación y la política. Estas conexiones digitales han sido objeto constante de crítica y desconfianza por parte de académicos que consideran que los nuevos vínculos están basados en lazos muy débiles: a veces en gustos o aficiones, y otras en necesidades o emociones compartidas, como la indignación o la rabia (Bernete, 2013).

Es cierto que, en el plano identitario, internet conlleva una ambivalencia, pues, aunque los canales de comunicación digital facilitan una libertad y expansión para las opiniones e identidades que se quiera abrazar, se da a costa de elementos tan importantes para la acción colectiva tradicional, como la responsabilidad y el compromiso personal (Sampedro, 2006).

En este sentido, se puede afirmar que los que se identifican a sí mismos como “ciudadanos digitales” manifiestan sus preferencias por “identidades líquidas”, por militancias intermitentes y pasajeras, con compromisos flexibles y volátiles que no impliquen estar atados a organizaciones permanentes. Por esto autores como Bernete (2013) recomiendan usar más el término identificaciones que el de identidades, con énfasis en su carácter electivo y puntual, para movimientos de duración incierta en que se mantiene una mayor autonomía de los sujetos implicados.

El surgimiento de esas identificaciones con causas o problemas específicos comienza desde el consumo selectivo de información política. Varios estudios de los últimos años han demostrado que los ciudadanos tienden a consumir aquellas informaciones más afines a sus gustos y opiniones, y que esta exposición selectiva refuerza las propias creencias y evita las fuentes que las desafían (Bennett & Iyengar, 2010; Sánchez y Magallón, 2016).

En el caso de redes sociales como Facebook, Twitter o Instagram, se ha generalizado una fragmentación y polarización de las comunidades políticas con las que se favorece la creación de una “espiral de atención selectiva” (Neuman, Bimber & Hindman, 2011) que refuerza las ideas preconcebidas y que puede ser aprovechada por las organizaciones y los actores políticos para fijar discursos. El uso de plataformas de deliberación y discusión se convierte en un modo de afirmar los valores del grupo y sus ideales (Dalhgren, 2005).

Los individuos se fidelizan con determinadas redes sociales o websites por el sentido de pertenencia al mismo espíritu ideológico o al mismo estilo de vida. Una de las características propias de la comunicación on-line consiste, precisamente, en la filiación a contenidos por la lealtad de los usuarios a determinados canales web y por las nuevas formas de relación con los contenidos mediáticos (Contreras, 2013; Jenkins, 2008).

En la misma línea, el hecho de hablar de identificación puntual y no de identidades sólidas de las personas afecta directamente las formas de militancia en causas políticas. Se puede decir que la membresía tradicional se amplía gracias a internet, ya que los ciudadanos digitales exigen diferentes modos de participar, menos exclusivos, más flexibles y con varias vías y niveles de implicación (Van Laer & Van Aelst, 2010). La clave de la participación política de este nuevo ciudadano cuestiona la propia militancia, porque lo característico de su identificación con causas políticas es que rechaza en sí misma los excesos de un compromiso invariable y acrítico (Sánchez y Magallón, 2016).

Se puede afirmar que la colaboración que se presta a una determinada campaña u organización se debe más a la activación de una ciudadanía con una militancia en standby que se encuentra interesada e informada en política, pero que se mantiene al margen, en un estado de latencia, factible de ser activado ante una oportunidad política y ciertas motivaciones (Amnå & Ekman, 2014). La acción surge en el momento en que se necesita y siempre que se den las bases y el contexto necesario para que se materialice de manera efectiva. Se podría afirmar que es un comportamiento “prepolítico”, una ciudadanía que discute de política, consume noticias o habla de temas sociales de modo que es más propensa a la participación.

En definitiva, como afirma Subirats (2015), no es necesario “militar” en un grupo. Un ciudadano digital puede pertenecer a distintos proyectos al mismo tiempo, una especie de “promiscuidad política”, con la que cambia de uno a otro con facilidad, ya que se siente parte y colabora de manera intermitente o puntual con propuestas concretas, incluso sin un compromiso específico. Y es que “la forma en la que los jóvenes se vinculan hoy con espacios políticos tiene que ver con estas formas ‘líquidas’ de compromiso y con la pérdida de peso de las identidades políticas estables” (p. 128).


La personalización política: self-expression

Para terminar, cabe destacar la fuerte tendencia del ciudadano digital a personalizar la política. En los flujos comunicativos que estamos presenciando, sobre todo en ciertas campañas y causas que se mueven a través de las redes sociales, se pueden distinguir las características propias de una acción conectiva más que de una acción colectiva. Se trata de un fenómeno de personalización de la política a través de los medios digitales, en los que los ciudadanos buscan una mayor flexibilidad para asociarse con causas, ideas u organizaciones, mediante acciones individuales con las que logran coordinarse con otros ciudadanos, gracias a las redes sociales (Bennett & Segerberg, 2013).

No nos encontramos con acciones que se den por altos niveles de recursos organizacionales y fuertes identidades colectivas, como decíamos antes, sino por el intercambio personalizado de contenidos a través de internet. En otras palabras, las identidades colectivas están siendo reemplazadas por una actuación pública o por un acto de expresión y reconocimiento personal en la esfera digital (Villanueva-Mansilla, 2016).

El éxito de este tipo de acciones radica, en gran medida, en la facilidad que tenga el mensaje de adaptarse y personalizarse, en diferentes contextos. Basta observar el éxito del mensaje de Occupy Wall Street, con su famoso lema “We are the 99%”, que se propagó rápidamente por las redes sociales y de ahí a los principales medios de comunicación y a la arena política (Bennett & Segerberg, 2013). Se requieren marcos flexibles, factibles de ser modelados, ampliados y modificados por los usuarios según sus estilos de vida personales, que son los que, en definitiva, acaban configurando la agenda de las preocupaciones individuales y desde las que encontrarán puntos de conexión con otros ciudadanos (Sánchez y Magallón, 2016).

En esta dinámica, el poder de un medio social radica en su potencial para facilitar que sus usuarios se apropien del contenido y lo expandan a otros espacios sociales, un engagement de individuos con intereses similares a los que el contenido les será particularmente grato (Dahlgren & Alvares, 2013; Villanueva-Mansilla, 2016). A diferencia de la acepción política, que lo entiende como la participación directa en los asuntos de la vida política, el engagement, en cuanto a las redes sociales digitales, se refiere al modo como los medios sociales generan reacciones por parte de los usuarios.

La comunicación personalizada en el contexto digital consiste en proporcionar mayores oportunidades a las personas para definir los temas en sus propios términos y en red con otros, a través de los medios de comunicación (Benítez, 2013; Bennett & Segerberg, 2011). Se trata de una conexión de acciones comunes, pero siempre desde la autoexpresión (self-expression), para lo que es fundamental la tecnología. Con esto se está participando en el actuar conectivo, sin perder la propia identidad individual, mientras se publican contenidos aislados en espacios cerrados o se comparten post de otros usuarios en espacios abiertos (Contreras, 2013).

En conclusión, si se quiere avanzar en la investigación social en ese maridaje entre la participación política y la cultura digital, es necesario dar un paso adelante y superar el debate que han sostenido por décadas los ciberoptimistas y los ciberpesimistas. Juzgar la participación de la ciudadanía desde estos esquemas termina por reducir la discusión, al encasillarla en viejos esquemas tradicionales. Desde esa trinchera es difícil reconocer que las dinámicas de comunicación propias del entorno digital tienen unas características propias que hay que abordar de una manera distinta. No se trata ya de discutir si estamos acentuando o no las formas del actuar político tradicional por el buen uso de ciertas herramientas, sino de ir más allá y reconocer que pueden estar naciendo nuevas formas de acción política que son nativas digitales, al igual que el ciudadano político digital que vino para quedarse.


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